luns, 26 de outubro de 2015

Un incendio en la pantalla


Resulta imposible hablar de Maureen O’Hara sin el soporte de una imagen en color. Su melena rojiza, siempre a punto de encender la pantalla; sus ojos verdes, conteniendo todo el verde de su Irlanda natal; y su blanquecina piel, componían una de esas estampas que solo el cine clásico pudo generar. El blanco y negro en el que empezó a trabajar mostraba a una actriz solvente, capaz de desarrollar trabajos en los que el carácter estuviera muy presente, pero todo eso cambió cuando los años cuarenta y cincuenta llenaron a través de un color empastado las salas del mundo entero como enganche con el nuevo público del momento. 
A la primera época, la del blanco y negro, pertenecen trabajos como ‘Posada en Jamaica’ (1939) de Alfred Hitchcock o ‘Esmeralda la Zíngara’ (1939) de William Dieterle, a la segunda, la del technicolor, las películas que la situaron en el olimpo cinematográfico, el de las mejores actrices y las más bellas. Títulos como ‘El cisne negro’ (1942) de Henry King, ‘Simbad el marino’ (1947) de Richard Wallace o ‘El hombre tranquilo’ (1952) de John Ford, hicieron de esta pelirroja un fabuloso reclamo que se hizo habitual en el género de aventuras. Su impronta irlandesa hizo el resto, y también el propio John Ford, quien ya había contado con ella en ‘Qué verde era mi valle’ (1941), otra extraordinaria película del director que más haría para convertirla en toda una estrella. Con él también tuvo sus más y sus menos, el encendido carácter de ambos, irlandeses de pura cepa, dejó una relación llena de tiranteces en la que se vio envuelto el tercero en discordia, John Wayne. ‘Río Grande’ (1950) y ‘Escrito bajo el sol’ (1957) fueron los dos títulos junto a ‘El hombre tranquilo’ en la que los tres generaron una de esas relaciones a varias bandas que encierran toda una etapa en Hollywood. Pero si una película marcó toda su carrera  fue ‘El hombre tranquilo’, una de esas películas en las que se reconoce como todo en el momento de su filmación se desarrollaba en estado de gracia. Director, actores, guión, historia y complicidades perfectamente engrasadas para poner ante nosotros una historia de esas a las que te quedas pegado por muchas veces que la hayas visto. Puro cine. Nadie puede olvidar  ya a la racial Mary Kate Danaher entre la tormenta, con su pelo rojizo empapado, mientras John Wayne la atrae hasta su pecho; o agraviada en la playa ante el desprecio del actor o como no, en la habitación de su hogar vestida de novia, reclamándole a su marido que luche por su dote... y así podríamos rellenar todo este espacio recordando escenas de una película perfecta.
Entre ambos se generó una química muy especial, algo que trascendía a la pantalla y que John Ford había entendido desde el principio. Ambos llegaron a aceptarla como una parte más de esa especie de tribu que se articulaba alrededor del director del parche en el ojo. Juergas, bebida, anécdotas y complicidades, entre las que pocas mujeres se podían citar, pero sí Maureen O’Hara, de la que John Wayne llegó a decir: «He tenido muchos amigos y prefiero la compañía masculina, excepto con Maureen. Ella es un gran tipo».
Su carrera aparece repleta de esas apariciones que excedían lo que podía ser el trabajo meramente actoral generando una especie de imán con el espectador. Hoy en día sus películas las vemos cómodamente instalados en nuestros sofás, en monitores de televisión que rara vez exceden las 40 pulgadas, pero había que imaginar (háganlo no es muy difícil) a Maureen O’Hara en una gran pantalla de cine con el technicolor convirtiendo esa superficie en una orgía desaforada de colores. Deslumbrante. Hace ya demasiados años el tan inolvidable en cada una de sus ediciones como imprescindible Festival Cineuropa proyectó una de sus películas, ‘El cisne negro’, lo que en tiempos del cine de sobremesa de los sábados se resumía como una de piratas. Les puedo asegurar que transcurridos más de quince años de esa edición el pensamiento de ese visionado es uno de los recuerdos más felices de aquellos años universitarios. Una pantalla en la que entre las velas de los barcos desplegados en una noche de luna llena que todo lo iluminaba aparecía ese volcán en estado de erupción que solo era aplacado por los brazos del galán. Una fierecilla indomable que llenaba la pantalla de una manera descomunal y que transmitía la gloria de aquellas décadas inolvidables de un cine que se acaba a cuentagotas con cada una de las muertes de los mitos que formaron parte él. Uno de ellos fue ella, la mujer que llegó de Irlanda para incendiar las pantallas de cine.


Publicado en Diario de Pontevedra 26/10/2015

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