luns, 22 de xuño de 2015

El óxido, un paisaje eterno

Obituario. La muerte del pintor Manuel Aramburu deja a Pontevedra sin uno de sus pintores más singulares. No solo como creador de un universo propio sino como forjador de decenas de pintores, el adiós de Manuel Aramburu solo podrá ser cubierto con la redimensión de su propia obra iniciada con la exposición antológica del Museo de Pontevedra de 2012.

Falleció Manuel Aramburu, pero su pintura siempre quedará ahí. Es la gran virtud de los artistas, del creador capaz de modelar esa realidad paralela a la nuestra que pervive pese a la finitud de su autor. Manuel Aramburu consagró su vida a esa labor, la de hacer de la pintura una patria inagotable, un discurrir entre horas en el estudio, pinceladas y la maravillosa capacidad para enseñar. Sí, enseñar. Se hablará mucho estos días de su obra, de esos cuadros tan característicos, de esas chatarras que se retorcían entre sí consiguiendo de manera asombrosa cuadros muy diferentes buscando la belleza donde ésta se agotaba, pero de lo que quizás no se hable tanto es de esa maravillosa labor como enseñante de la pintura, de la que muchos jóvenes y no tan jóvenes, han hecho una pasión gracias al buen trabajo de este leonés hecho pontevedrés. Cada cierto tiempo la galería Sargadelos se llenaba con obras procedentes de sus alumnos, con trabajos más o menos afortunados, pero que lo que venían a representar era ese nexo cómplice con la pintura.
Asomarse a la pintura de Manuel Aramburu es hacerlo a una obra singular, y este ya es un gran privilegio del artista. El no imitar, el desarrollar un camino de experimentación propio. En más de una ocasión he tenido el privilegio de charlar con Manuel Aramburu, en su estudio o fuera de él, en algún encuentro fortuito por la calle, preparando una charla junto con Francisco Pablos en la Beca de Pintura Xavier Pousa que él mismo dirigía en el Balneario de Mondariz o preparando una exposición, la última vez hace poco más de un año con motivo de la muestra colectiva ‘Unha mirada, dous tempos’ en la que él participó con dos de sus obras en el Café Moderno. Tras facilitar toda la labor de coordinación de la exposición, y notar su ilusión por estar en una muestra de artistas ligados a nuestra ciudad, siempre mostraba su deseo por conversar sobre la pintura, y en eso nos metíamos. Yo con las orejas bien abiertas y él contándome historias sobre los años transcurridos desde el ejercicio de esta vocación. Siempre se descorría entre sus palabras una cierta amargura por verse más reflejado en libros y monografías publicadas fuera de Galicia que en publicaciones de su tierra. Entendía que sus cuadros no eran lo suficientemente valorados por las calidades que indudablemente poseían, de ahí la importancia de esa gran exposición desarrollada en el Museo de Pontevedra en 2012. Allí reconocimos una obra que crecía a partir del dibujo, que se modeló a través del paisaje y que reposó en esos otros paisajes férreos. Sí, paisajes, porque al fin y al cabo Manuel Aramburu con sus óxidos no hacía más que paisajes. Territorios que le permitían definir todo lo que a él le importaba en la pintura, preocupándole muy poco lo que eso podía suponer en cuanto al impacto crítico. Las numerosas vidas del hierro, los diferentes estadíos por los que puede pasar ese metal, eran la excusa suficiente y necesaria para volcarse en ese mundo ya irrenunciable una vez que apareció en su vida. Esa exposición definió una vida entera, argumentaba un proyecto vital y profesional y colocaba a Manuel Aramburu como el pintor que era, que él ya sabía, pero que muchos aún no habían querido ver. Todavía recuerdo esos paisajes de O Paraño, tan desconocidos como impactantes, tan abrumadores en su hondura como necesarios para entender sus posteriores valles de chatarra.
Pasé varios años de mi vida en una una etapa con demasiadas horas muertas cobijado bajo uno de sus imponentes cuadros. Era una pieza espectacular que se encontraba en la cafetería de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de Vigo. En aquellos años de naufragios yo no conocía a Manuel Aramburu, y su obra me era completamente ajena, pero de las pocas cosas que recuerdo de aquel tiempo fue ese gran paisaje de óxido y chatarra convertido en una especie de aliviadero a aquellas horas desesperanzadoras. La vida y sus caprichos me llevaron a conocer a Manuel Aramburu, y tras muchos encuentros todavía no me atrevía a decirle lo importante que había sido aquel cuadro para mí, una especie de ventana abierta a un futuro que no se acababa de clarificar. Creo que cuando se lo comenté, con más confianza, y a raíz de esa gran exposición del Museo de Pontevedra, se sintió honrado, o eso creí adivinar en esos grandes ojos parapetados bajo unas gruesas gafas. Es la capacidad del arte para trascender a las personas, para convertirse en una dimensión eterna en la que los seres humanos somos simples anécdotas.



Publicado en Diario de Pontevedra 22/06/2015
Fotografía: Manuel Aramburu en su estudio en 1996 (Miguel Vidal)

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