sábado, 31 de agosto de 2013

Mirar a los ojos




Venía dispuesto, tras unas apacibles vacaciones, a hablarles de las cosas de este agosto nuestro: de los paseos mudos del presidente, de las bonitas camisas blancas de los representantes de la Diputación y su séquito durante la Vuelta Ciclista (¿por qué ellos sí y nosotros no?) o del veraniego peñazo de Gibraltar. Pero como hoy, 31 de agosto, es San Ramón, me haré un regalo esquivando todas esas naderías estivales para hablarles de algo realmente importante en nuestras vidas, que por algo tributa al 21%, como es el cine, y dentro de él de una de mis debilidades, uno de mis tres directores preferidos, un irlandés con parche en el ojo y que hacía westerns, como él mismo se presentó ante el Comité de Actividades Antiamericanas en plena ‘caza de brujas’. Su nombre, John Ford, y murió un día como hoy de hace cuarenta años.
Se presentaba como un director de westerns, sabedor de que en ese género se encierra todo lo que se puede contar sobre el hombre. La gran épica junto a las historias íntimas, el desarraigo y la conquista, las emociones del ser humano en un ámbito indómito en el que la naturaleza ejerce de gran madre, el amor, la soledad, la amistad, la muerte... Acostumbrados como estamos a que en el cine de hoy no se nos cuente nada, el cine de John Ford es precisamente un canto al oficio de narrar. Escuchaba hace unos días en un programa de radio dirigido por Juan Cruz, al escritor Julio Llamazares decir que «contar sirve para hacer más rica la vida, sino ésta sería bastante coñazo». John Ford buscaba precisamente eso, perpetuar en imágenes el acto más antiguo del ser humano, el contar historias, y ello lo realizaba sin pretensiones o extrañas piruetas estéticas, ya que él mismo comentaba que hacía cine para pagar el alquiler o para sostener a su familia, alejándose de veleidades artísticas.
Su trayectoria cinematográfica fue más allá de ese cine del Oeste al que siempre se le limita. Títulos como ‘El delator’, ‘Qué verde era mi valle’, ‘Las uvas de la ira’ o ‘La ruta del tabaco’, nos sitúan ante un director comprometido, con fuerte convicciones sociales que dinamitan las obtusas percepciones de quienes lo calificaron como un director derechista. Este puñado de obras, junto con sus monumentos del western labrados en la rojiza arenisca de Monument Valley, como ‘La diligencia’, ‘Fort Apache’, ‘Pasión de los fuertes’, ‘El hombre que mató a Liberty Valance’, ‘Dos cabalgan juntos’ o ‘Centauros del desierto’, hacen que posiblemente sea el mejor director de la historia del cine. De esa mezcla de western y humanismo emerge otra de sus grandes obras, un capítulo aparte en su inabarcable trayectoria: ‘El hombre tranquilo’. Una de esas películas inagotables que uno no se cansa de ver y disfrutar pese a saberse de memoria cada diálogo o cada plano. Más que la mejor película de la historia del cine es la vida misma. Un homérico fluir de sensaciones que nos hacen sentir bien con nosotros mismos y todo ello por qué. Pues sencillamente porque John Ford mira a los ojos de sus actores, ese es su secreto, colocar la cámara a  la altura de la mirada de la gente. Nunca unos ojos dijeron tanto como cuando John Wayne mira hacia la casa de su infancia, al observar cruzar la cabellera encendida de Maureen O’Hara sobre el tapete irlandés o cuando bajo un tormentoso aguacero ambos se besan y abrazan entre miradas de pasión. «Dirigir no es ningún misterio. Solo hay que filmar los ojos de la gente», diría el director, soltando el abrumador lastre de la genialidad. Salgamos del cuento y regresemos a la vida de esos políticos que, con el fin de agosto, vuelven a la realidad, encastillados en sí mismos y despreciando la mirada de las personas.
 
 
Publicado en Diario de Pontevedra 31/08/2012 (San Ramón Nonato)
 

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