martes, 19 de febreiro de 2013

Cuando la belleza es inspiración


‘El artista y la modelo’, con trece nominaciones en la Gala de los Goya, es una de las grandes películas del pasado año en nuestro cine. En ella, su director Fernando Trueba, se deja seducir por la búsqueda de la belleza del escultor Aristide Maillol.



Las diferentes disciplinas artísticas a lo largo de la historia se han ido entremezclando en un proceso de inspiración y retroalimentación que siempre ha generado fructíferas consecuencias. Qué mejor manera de iniciar esta sucesión de ‘Relaciones espontáneas’ que con alguien que en sus últimos trabajos se ha empeñado en perseguir la belleza, en intentar plasmar en imágenes cómo el artista puede llegar a captar y posteriormente transmitir al público ese bálsamo para la vida que supone algo bello.
Fernando Trueba lo ha hecho de la mejor manera que se puede hacer en su última película ‘El artista y la modelo’, que ayer se batió en la gala de los Premios Goya, y para hacerlo ha buscado la inspiración en la vida del escultor Aristide Maillol (1861-1944), quien acabó los últimos años de su vida refugiado en una casa en Banyuls-sur-Mer, en el sur de Francia, pintando, dibujando y realizando una última escultura inconclusa. Ese retiro crepuscular será su último enfrentamiento con la pureza que caracterizó unas esculturas llenas de sencillez y equilibrio, una armonía que Fernando Trueba es capaz también de modelar a través de su cine.
En ‘El baile de la Victoria’ (2009), Fernando Trueba ya había hecho asomar varias de las perspectivas desarrolladas en mayor medida en ‘El artista y la modelo’. En aquella se buscaba la belleza y el disfrute del arte como un hecho liberador en la vida, un respiradero a través del cual el ser humano puede llegar a esa cada vez más difícil reconciliación con sí mismo. Menospreciada y maltratada, en la cinta basada en la novela homónina de Antonio Skármeta, se recogen instantes de una gran emoción. Con ‘El artista y la modelo’ Fernando Trueba convierte esos picos en el tono de la película, capaz de una contención que no oculta todo lo que parece flotar en ese ambiente lleno de vida. Y es que la vida es el gran motor de esta película a través de ese enfrentamiento entre el hombre mayor, en el ocaso de su vida y el de una hermosa joven de la que en los últimos instantes se puede aprender, en una redención a través de la belleza y la ingenuidad. Jean Rochefort y Aida Folch encarnan así dos edades y dos mundos. Dos tiempos y sus circunstancias coaligados en un fin común: ser capaces de producir una obra bella, un canto a la vida comparable a lo que supone un trago de vino o el sabor del aceite de oliva. Detalles que convierten un instante en un momento suspendido en el aire.
En el aire también parecen quedar instaladas las piezas esculpidas por Aristide Maillol de una belleza atemporal, procedente de la mismísima Grecia clásica, una evocación de la voluptuosidad mediterránea que, en las décadas iniciales del siglo XX, supuso la vuelta al orden tras las rupturas de las vanguardias. Su primera gran exposición la realizó de mano del marchante André Vollard en 1902. Tres años después y en el Salón de Otoño la exposición de su pieza en bronce, ‘El Mediterráneo’, le llevará a alcanzar el éxito y a realizar numerosas exposiciones en diferentes ciudades del mundo. En 1923 el estado francés le encarga una reproducción en mármol de aquella pieza en la que se recoge todo el espíritu de su trabajo: ‘El Mediterráneo’, que permanece desde el año 1986 expuesta en el Museo d’Orsay de París.
Para Fernando Trueba el reto de representar una época que tiene lugar durante la Segunda Guerra Mundial era el marco idóneo para situar a esos personajes. Ayudado por el guionista habitual de la etapa francesa de Luis Buñuel, Jean Claude Carriere, compone su historia sobre la creación artística, con un elemento añadido de índole personal, como es la muerte de su hermano mayor, Máximo Trueba, también escultor, de manera prematura.
Rodada en blanco y negro, como una necesidad del relato y no como una boutade estética, el director logra involucrarnos en la historia y sobre todo en ese ambiente cerrado e íntimo, en el que el artista se enfrenta constantemente a sí mismo, para situar esa emoción propiciada por la búsqueda de la belleza y sus consecuencias en los protagonistas, y lo hace en la senda de películas de directores como François Truffaut, Jean Renoir o Robert Bresson, en las que todo lo que brota de ellas está en relación directa con la vida, con su fugacidad y sus triunfos, muchas veces simbolizados en hechos o gestos que pueden parecer nimios, pero en los que se contienen las respuestas a lo que somos.
Solo diez personas asistieron el 27 de septiembre de 1944 al entierro, tras un accidente de tráfico, de Aristide Maillol. En 1963 Dirna Vierny, la joven de origen ruso que con quince años comenzó a posar ante el artista de 77 años, donó al Estado francés varias esculturas que se instalaron en los jardines de las Tullerías. En 1994 se inaugura el Museo Maillol en la localidad de Bayuls-sur-Mer y un año después será en París donde se abra otro museo en su honor. En ambos su obra aparece plácida, ajena a todo lo que sucede a su alrededor, incluso a la inspiración que todavía hoy supone para otros creadores, al fin y al cabo, y como comentó de su pieza ‘El Mediterráneo’ el escritor André Gidé: «Es bella, no significa nada».

Publicado en Diario de Pontevedra 18/02/2013
Relaciones esporádicas. Fernando Trueba/Aristide Maillol

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