luns, 5 de marzo de 2012

Rastros de poesía y memoria

La muerte de Leopoldo Nóvoa deja al universo plástico huérfano de una de sus figuras más singulares. Como suele suceder en demasiados casos su trabajo no ha sido suficientemente valorado, ya no solo a nivel español,-incomprensiblemente ignorado su óbito en los grandes medios-, sino en Galicia, a la que conectó de forma pionera con una manera de pintar que en nuestra comunidad era inasumible por sus artistas. Su fallecimiento permite seguir varios de los rastros que él mismo dejó establecidos en su obras. Huellas de un presente para un futuro.
 

Poesía. Pocos, muy pocos creadores desde el mundo de la plástica están capacitados para que sus obras, esas fascinantes superficies de trabajo, provoquen una introspección poética de sus componentes. Leopoldo Nóvoa logró bien pronto esa transustanciación poética de su obra. Desde el Cono Sur, observaba una realidad salpicada por las metáforas de Cortázar, el constructivismo de Joaquín Torres y la espacialidad de Jorge Oteiza, no había más que dejarse llevar por una aproximación al mundo desde una geografía que hervía a fuego lento con un ambiente cultural incomparable a ningún otro lugar en las décadas centrales del siglo XX. A Leopoldo Nóvoa le comenzaba a preocupar la exégesis del cuadro, su capacidad para desentrañar en él posibilidades y realidades, es decir, lo que existe en el mundo real y lo que la mente del artista es capaz de provocar desde la inquietud del artista. Esa mente sabía a buen seguro lo que quería, el problema era darle forma, conformar ese trasvase del mundo de las ideas al soporte físico. Y así es como empezó a caminar la obra de Leopoldo Nóvoa, entre famas y cronopios, entre líneas, huecos y materias que fueron deviniendo en poesía. Una poesía que hizo de sus superficies abstracción, informalismo lo bautizaron los que dan nombre a las teorías artísticas, argumentando un lirismo que subyace en cada uno de sus gestos, en sus superficies lisas y depuradas, en su meditada conformación del espacio. Como la palabra en el verso, el equilibro era el centro de observación y el lugar desde donde proyectar el futuro.

Memoria| El futuro era Europa y cómo no, París. Allí, en la Rue de Faubourg de Sainte Antoine, Leopoldo Nóvoa mudaba de paisaje y de realidad. Sin océano por medio su patria, la gallega, estaba más cerca, se apretaban los sentimientos y éstos se depositaban a orillas de un Sena por donde bajaba como un torrente una corriente de existencialismo que arrastraba a todo aquel que osase aproximarse a ella. Sartre, Camus o Beauvouir no dejaban de incendiar cabezas, de asediar al ser humano con soflamas para despertar conciencias. A ellos Leopoldo Nóvoa les arrancó una de sus banderas, la de la libertad, y la clavó con la contundencia de un alpinista en la cumbre de un ocho mil sobre esas superficies en donde se tamizaba la vida, como en un manifiesto de aquellos que caían entre los adoquines y eran arrastrados por las masas de estudiantes hasta las alcantarillas que desembocaban en un regenerador Sena. La luz de París, alimentada por años de vanguardias, dulcificó la secuencia de trabajo, hizo de esa abstracción un lugar mucho más lírico que el propuesto desde otros frentes informalistas como los que devenían en la España tardofranquista con Tàpies, Saura, Canogar o Millares. A diferencia de ellos, el germen parisino y el útero gallego, alentaron un escenario menos agresivo y primitivo, dulcificando en forma y fondo con respecto a esas otras experiencias más ligadas al Mediterráneo, por parte de Tàpies, y a la oposición frente al paisaje artístico permitido por el Régimen en España, en el caso de los otros artistas citados.

Claudicaban los setenta y un fuego abrasador ponía patas arriba todo un estudio y una mente. Lejos de huir, de dar la espalda a la destrucción y al desconcierto, Leopoldo Nóvoa intuyó una nueva realidad, una reinvención a partir de la memoria, de los restos de esos años de trabajo ahora materializados en ceniza. Con los sacos llenos de un polvo en el que se resumía todo lo que uno era y todo lo que uno quería ser, Leopoldo Nóvoa emprendía un nuevo viaje, éste bien anclado entre Armenteira y París, la simbiosis necesaria para que desde ese contacto, con un pie en cada latitud, emergiese su obra más poderosa y madura, en la que se acolmata la memoria a través de esas cenizas, resultado de ese fuego devastador revelador del alma humana ahora hecha materia. Y entre ambos pies, la verdadera patria, aquella infancia de Rilke que en Leopoldo Nóvoa toma el nombre de Raxó, salvavidas en Buenos Aires y ahora, en las últimas décadas de vida, cálido refugio donde subsistir. La playa, los juegos infantiles, el contacto con marineros y vecinos, son el sustrato imprescindible para conocerse a sí mismo. Su obra tendrá una mirada más rotunda hacia el interior del hombre donde el rojo y el negro serán protagonistas. Los huecos y la materia, a través de los más insospechados elementos, se apropiarán de unas geografías cada vez más cerradas, convulsas y apasionadas, pero también estéticamente poderosas y apasionantes. Galicia se rendirá por fin de manera plena, y así, en la Bienal de Arte de Pontevedra de 1996 se le dedica una amplia muestra, que el año siguiente tendrá colofón con una retrospectiva en el CGAC, lo que propició la sucesiva incorporación de sus obras a los fondos Cajas de Ahorro gallegas y en los últimos años, visualizado bajo el amparo de la galería compostela SCQ que en 2006 ofreció su última exposición en Galicia.


¿Y ahora qué?| Sorprende ver, mejor dicho no ver, cómo los grandes medios de comunicación han orillado su muerte, mientras la reciente desaparición de otro inmenso creador, Antoni Tápies, llenó numerosas páginas. Un revelador hecho que muestra el escaso interés de Leopoldo Nóvoa por convertir su obra en un escaparate vanidoso y el lamentable desconocimiento que de su obra todavía se tiene, quizás no tanto en nuestra tierra, como en el resto de España. Tras la muerte quizás sea el momento de revertir esa situación, de profundizar en el legado de un artista como pocos en Galicia. Pontevedra, su tierra de nacimiento, la ciudad que le distinguió con el Premio Ciudad de Pontevedra en 1997, podría tener en su figura un acicate para dinamizar su faceta cultural. ¿Por qué no plantear la creación de una Fundación con su nombre destinada a mostrar y divulgar de manera permanente su obra y figura? Creo que es una ocasión que merece la pena ser analizada para poder así explorar todos estos profundos rastros de poesía y memoria.

Cruzo un desierto y su secreta
desolación sin nombre.
El corazón
tiene la sequedad
de la piedra
y los estallidos nocturnos
de su materia o de su nada.
Hay una luz remota, sin embargo,
y sé que no estoy solo;
aunque después de tanto y tanto no haya
ni un solo pensamiento
capaz contra la muerte,
no estoy solo.
Toco esta mano al fin que comparte mi vida
y en ella me confirmo y tiento cuanto amo,
lo levanto hacia el cielo
y aunque sea ceniza lo proclamo: ceniza.
Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora,
cuanto se me ha tendido a modo de esperanza.

 "Serán ceniza..."
José Ángel Valente.
Publicado en Diario de Pontevedra 4/03/2012

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