martes, 28 de febreiro de 2012

Nostalgia cruel



¿Se imaginan ustedes a la Ford recibiendo un premio en el Salón del Automóvil de Detroit por la recuperación y puesta en circulación del Ford T creado en 1908? Pues Hollywood ha logrado algo parecido al colmar de honores a una cinta muda. ¿Tiene algún sentido a estas alturas de la película (nunca mejor dicho) premiar a una obra muda? Con la que el propio Hollywood le montó a Charles Chaplin tras renegar éste una y otra vez de la llegada del cine sonoro, ahora son sus nietos los que se lían la manta a la cabeza y ¡hala! en un ataque de nostalgia, estatuilla que te crió. Woody Allen, en el guión premiado como mejor guión original de esa joyita que es ‘Midnight París’, resume su argumento con aquello de que no siempre cualquier tiempo pasado fue mejor y cómo en cada momento debemos buscar la felicidad, ajustándonos a sus singularidades. Pues contra esa idea que ellos mismos han premiado, la Academia permite que Francia le pinte la cara, y con ‘The Artist’ la coloque frente a su propia historia, ante el nacimiento de su industria cinematográfica. Pero pese a las cualidades que la cinta exhibe, ésta no registra la más mínima comparación con el verdadero cine mudo, culminado con aquella tríada inalcanzable de los Chaplin, Keaton y Lloyd. Ellos sí que se merecían todas las estatuillas del mundo y mucho menos esta nostalgia cruel.
Otro nostálgico, éste circunstancial, ya que es algo que no encaja demasiado con su estilo, fue Martin Scorsese, quien con ‘La invención de Hugo’ también nos hace mirar al pasado, al origen del cine, pero aquí no hay trucos ni pastiches, aquí se apuesta por el lenguaje cinematográfico actual y hasta si me apuran con alguna que otra concesión al futuro más inmediato. Eso es lo que debe ser el cine, un diálogo inserto en su tiempo que permita nuevas expectativas y con una historia donde también haya cabida para la imaginación, la fantasía, y todo ello sin negar la mirada al pasado. Se sustituye la perversa nostalgia por la melancolía y así se crea otra extraordinaria película en la carrera de un director que sigue estando muy por encima de la media. Quizás en un futuro se le acerque otro de los damnificados de esta noche de estrellas y estrellados, Alexander Payne, quien con ‘Los descendientes’ solo se ha llevado el premio al mejor guión adaptado para una gran película que perfectamente se podría haber llevado los premios al mejor actor (el que parecía más evidente hasta ese desvarío nostálgico) y por que no, también los de mejor película y director. Su obra, entre el drama y la comedia, ejemplarmente combinados ambos aspectos, como en la propia vida, generan una película muy cercana al ser humano. Estrellado también se quedó Terrence Mallick con la pretenciosa ‘El árbol de la vida’ y es que sus poéticas galaxias y dinosaurios no acaban de engrasar con el rostro de un Brad Pitt nominado por un gran trabajo en ‘Moneyball’, pero que también se fue de vacío ante el imparable émulo de bigotito ‘fairbanksiano’.
Entre las damas Meryl Streep hizo buenos los pronósticos entrando en la historia con sus tres Oscar. Merecidos fueron los premios a los secundarios, el veterano Christopher Plummer y la solvente Octavia Spencer. Todo dentro de una ceremonia que pierde consistencia en cada edición, y donde el sentido del espectáculo se empieza a apagar en Hollywood. Quizás por teñir de blanco y negro, y silencio, lo que hoy solo debe ser color y sonido, no teniendo demasiado sentido mirar hacia atrás, y más cuando ese pasado es tan glorioso como inalcanzable. Ellos, los cómicos y aventureros del mudo, estarán siempre esperándonos para que volvamos a disfrutar una y otra vez de la verdadera magia del cine.


Publicado en Diario de Pontevedra 28/02/2012


luns, 27 de febreiro de 2012

Aparente soledad

Durante el mes de febrero asistimos en la Galería Sargadelos al trabajo fotográfico de Borja Mucientes (Pontevedra, 1980). Un recorrido por diferente espacios donde la soledad solo es un pretexto para convocar la presencia del hombre.


Vacío, silencio, soledad... son parte de un argumento que se va descolgando de la fotografías que Borja Mucientes nos propone. Retratos de ciudad, ámbitos modernos, precisamente lugares donde se intuye la mayor presencia humana. Pero su presencia es, justamente, su ausencia. Notamos su falta en la oscuridad, la necesidad de un elemento habitual en lo que sería una fotografía ordinaria, pero el autor no quiere ser tan evidente. Al dejar fuera al ser humano lo que consigue precisamente es dejar constancia de su huella, de un tránsito diario configurado por el paso de miles y miles de personas. Esas arquitecturas desnudas de sus pobladores son las que permiten que nos realicemos numerosas preguntas, las que obligan a nuestra mente a completar la escena, a pensar en aquellos que diariamente cruzan como autómatas esos andenes o esos rincones. Lugares habitados pero que en un momento dado retoman su protagonismo, su importancia como un espacio estético camuflado durante el día como un mero lugar de paso. El fotógrafo sabe rescatar a esos ambientes de su olvido cotidiano, afirmando una belleza a la que somos ajenos, dado lo frenético de nuestras idas y venidas. La fotografía, dentro de ese milagro que surge de la congelación del tiempo, consigue mostrar una mirada que suele ser despreciada.
Ecosistema| Es la naturaleza de nuestro ecosistema urbano, del hábitat por donde nos movemos o nos refugiamos, en definitiva, donde encontramos la comodidad a la que nuestra sociedad parece obligarnos a buscar y definir con cada paso tomado en nuestras vidas. Borja Mucientes logra captar ese espacio con doble cara, rescatando esa cara oculta de la luna, aprovechando el amparo de la noche y donde esos focos inciden sobre una aparente soledad que emana de dichas imágenes. Pero además de esas luces dirigidas. Destellos que surgen en estas imágenes para alumbrar toda una serie de rastros humanos, papeles tirados al suelo, alambradas, carreteras, territorios vividos pese a que ya no haya nadie en ellos.
Borja Mucientes nos presenta de esta manera su visión de diferentes ámbitos urbanos, rincones que asoman para mostrar ese mundo que no vemos cuando ya no estamos en él y es que este joven creador muestra un interés particular por este tipo de visiones que, de no ser por su labor, nunca conoceríamos. Una muestra muy recomendable que nos pone en contacto con un joven creador que desde la imagen lleva dando pasos firmes por encontrar un hueco en ese complicado mundo de la imagen, tanto desde la fotografía como desde el cine donde ya ha realizado varios lúcidos proyectos.


Publicado en Diario de Pontevedra 26/02/2012
Fotografía: 'De la serie túnel'. Borja Mucientes

     ‘Pasajero K’ es la última novela de Adolfo García Ortega (Valladolid, 1958), cuya trayectoria comienza a reafirmarse como imprescindible en el panorama narrativo español. Poesía, narrativa breve o novela nos hablan de una seguridad que en estos momentos desemboca en este último trabajo. Una novela sobre una Europa llena de cicatrices por la que circulan dos personas heridas, y que irán descubriendo juntos el origen de ese dolor latente. Un dolor que parte como metáfora de una Europa donde todavía permanecen abiertas numerosas heridas. 


    
            Esta vieja fotografía del asedio a Sarajevo por las tropas de Radovan Karadzic en 1995 evoca el rastro de dolor que un conflicto como aquel dejó en una Europa no siempre tan lustrosa y amable como se nos ha querido reflejar en no pocas ocasiones. Una herida que todavía supura ante el recuerdo de muchos de los participantes en aquella cruenta guerra. Las actitudes de unos y otros se refrescan de manera vergonzante cada vez que uno de aquellos criminales se sienta ante el Tribunal Internacional con sede en La Haya o cada vez que un periodista o un escritor decide hacer de ese suceso parte de su trabajo.
Esto es lo que ha hecho Adolfo García Ortega con ‘Pasajero K’, una novela en la que bajo un envoltorio de misterio o espionaje (hay quien habla de ecos de John le Carré o Alfred Hitchcock) se articula una radiografía intensa de lo que ha podido suponer aquella Guerra Civil y cómo dos personas hacen de aquellos hechos el motivo expiatorio para reconocer sus miedos y dudas, pero también para ir reconstruyendo su propio pasado. Y es que el encuentro entre una mujer, Sidonie, y un hombre, Balmori (K) en un viaje en ferrocarril les llevará a recorrer diferentes puntos de la geografía europea al encuentro de uno de los más cruentos episodios de aquella guerra de los Balcanes. Un episodio que a ella la llevará a buscar la verdad que siempre debe encontrar un periodista y a él le servirá como itinerario para redescubrirse a sí mismo y para encontrar el significado de esa K. El punto final de ese recorrido estará en La Haya, donde Radovan Karadzic espera su juicio y donde ambos personajes llegarán traumatizados por lo sucedido a lo largo de un viaje donde las heridas íntimas de cada uno de ellos se conjugan con la gran herida europea de los últimos tiempos, la de esa Guerra donde todavía el papel de las grandes potencias europeas o los organismos internacionales pende de un análisis a fondo que al parecer a nadie interesa realizar. Como sucede en el libro, dirigir la mirada hacia otro lado suele ser la manera más cotidiana de la alta política de resolver sus asuntos, por graves que estos sean, aunque posteriormente por esa herida no deje de supurar un dolor y un hedor cuyo rastro estará siempre latente en nuestra historia.
Junto a los dos protagonistas, la presencia de una cámara fotográfica permite a Balmori tomar toda una serie de instantáneas, notas de un diario que permitirá a este director de cine construir una historia que a medida que progrese el relato irá modificando su itinerario, al igual que sucede con el propio Balmori, sujeto y lastrado a esa K como una gran interrogante a la que ir dando forma y bajo la que se esconde un túnel de la infancia en la que no siempre es sencillo adentrarse.

Descubrimiento |Los que no conocíamos el trabajo de Adolfo García Ortega estaremos para siempre agradecidos a esta historia, a un relato que nos ofrece el descubrimiento de un gran escritor, de un autor capaz de enganchar al lector con una narración que circula con maestría entre ese relato personal, más humano, y el generacional de todo un continente. Es cierto que se intuyen esas componentes del cine de suspense o de la novela de intriga, pero la fuerza de ambos personajes y el buscar siempre resaltar su historia personal, su búsqueda interior, dota al conjunto de la obra de una humanidad pocas veces presente en esas influencias que muchos observan y que incluso se admite en la contraportada del libro. Adolfo García Ortega nos sitúa a todos como pasajeros en esa mirada al pasado que realiza, sabedor de que Europa, como un gran queso gruyere, posee muchos agujeros en donde encontrar historias que se puedan convertir en literatura. De sus capacidades ya depende que su lectura no se convierta en una revisión de hechos históricos carentes de interés que podrían pertenecer al género de la novela histórica y sí que ofrezcan la posibilidad de ser integrados en otro tipo de relatos, más novelísticos y eficaces de cara a una lectura sugerente para el lector. Así, la huida a la que pronto comenzarán a verse expuestos los protagonistas escapando de dos personas que les acosan o ese aberrante relato final relacionado con el criminal yugoslavo, del cual poco a poco se nos va suministrando información a lo largo del libro, son ingredientes para que la acción progrese, para que la novela crezca hacia unas páginas finales fantásticamente construidas para cerrar parte del relato y dejando algún que otro rastro por el cual rápidamente el lector irá construyendo su siguiente capítulo. Continuación que significa el futuro de dos personas, de dos seres humanos a los que la vida ha colocado frente a sí mismos, y también frente a una identidad geográfica e histórica común en la que estamos inmersos y que deberíamos conocer más en profundidad, aunque a muchos esa profundidad le genere recelos y temores. Es la Europa de hoy, edificada sobre arenas movedizas, sobre un blando argumentario al que ciertos viajes desnudan, al igual que a ciertas personas.

Publicado en Diario de Pontevedra 26/02/2012


Choros


As bágoas correrán hoxe polas meixelas dos pontevedreses ata caer no chan, para facer así rebrotar uns feitos que están a piques de cumprir cen anos. Naquel 1913 o insolente paxariño de Don Perfecto morreu. As súas plumas, de cores branca e negra, sucumbiron nun Entroido que marcou época, ou tendencia, como diría agora algún moderno. Aquela lingua negra, de loito e dor, que percorreu as rúas de Pontevedra, burlábase da oficialidade, da liturxia asumida por unha sociedade que amosou con este desacato á autoridade o seu enxeño e como esta cidade era quen de facer da risa un motivo para fortalecer os seus vencellos como comunidade. A súa recuperación nos oitenta volveu servir para que Pontevedra se gabase da súa historia, dos feitos que marcaron un fito na súa construción como sociedade, alicerce das xentes que habitan neste envexado lugar. Aquel paxaro que nos seus anos de vida xuntou a non pouco público no Teatro Principal para coñecer as súas habilidades, o mesmo que se metía coas mozas, os políticos ou cos clientes do seu dono, xorde dende as súas cinzas para plantexar como estas pequenas historias do eido cotiá poden ser máis fortes que as grandes fazañas dos nosos devanceiros. Hoxe volveremos a chorar a súa morte, a morte de Ravachol, o símbolo non só dunha festa, senón de como entende a vida unha cidade que fai do loito troula.


Publicado en Diario de Pontevedra 25/02/2012
Fotografía Gonzalo García

sábado, 25 de febreiro de 2012

El último paisaje

Ceniza, fuego, vacío, volumen, materia…así se ha ido componiendo la obra de Leopoldo Nóvoa, junto a Jorge Castillo, nuestros dos pintores generacionalmente más universales. De Salcedo a París, pasando por el Cono Sur, la obra de Leopoldo Nóvoa se ha estructurado ante un hecho evidente, el hecho artístico. La capacidad del creador para singularizar su obra, para encontrar su propia identidad. Sus piezas configuran (hablamos y hablaremos siempre en presente de su obra, porque tras la muerte del creador será esa obra la que ejerza de notario de lo realizado) un escenario único en la realidad artística gallega y universal.  Un territorio cruzado por la poesía a través de una abstracción matérica donde los rastros, la pervivencia del paso del hombre, o la inclusión de elementos simbólicos articularon una trayectoria artística que en mucho recuerda a la del recientemente fallecido Tàpies, aunque en el caso del creador gallego, su trabajo se mostraba mucho más depurado, más refinado, más hondo en lo poético, ante un espectador que se adentraba en su obra fascinado por la generación de unos territorios capaces de evocar en él las más diversas reacciones. Piezas con volumen interior, con huecos que se abrían en su superficie, donde se incluían arenas, alambres, vidrios, cenizas… todo esto eran parte de los ingredientes de sus paisajes. Porque al fin y al cabo, Leopoldo Nóvoa era un paisajista, un paisajista audaz y valiente, osado y cautivador, que no temía a lo que había fuera del taller, sino que trabajaba para su propia satisfacción. Estos paisajes fueron los mismos que nos maravillaron en la gran muestra que el CGAC le tributó y desde la que muchos entendimos la dimensión universal de su trabajo. El mural de La Canteira en el parque de Santa Margarita en A Coruña permanece como una de nuestras grandes obras y sirvió para valorar la capacidad del artista en el trabajo desde un formato tridimensional. Es también lo que pretendía Tápies, trascender la pintura y crear un objeto. Y es que en la obra de Leopoldo Nóvoa hay mucho de objeto, en definitiva de creación. Cuando se acercó hace unos pocos meses hasta el Museo de Pontevedra a la presentación del número que la revista ‘Galegos’ le dedicó, sus palabras fueron escasas, como unas fuerzas que se apoyaban débilmente sobre un bastón en el que se hundía en esta Pontevedra que nunca olvidó. Allí ponía ante el público la consideración de su obra, ajena a palabras estériles, a discursos o a adjetivos superfluos, como los que tantas y tantas veces se construyen ante la obra de los artistas, allí se emocionaba ante las palabras de Carlos Valle aludiendo al origen natal de ambos, vinculado a la parroquia de Salcedo, y allí, Leopoldo Nóvoa se comenzaba a materializar en ceniza. La ceniza que tantas veces estuvo presente en su obra, la ceniza a la que quedó reducido su estudio de París y que significó una reconversión, no solo de su trabajo sino también vital, y la ceniza en que su cuerpo se convertirá para volver a este paisaje que siempre contempló desde su privilegiado mirador de Armenteira y a donde regresará para mezclarse con el mar y la montaña en la construcción de su última obra. Su último paisaje.

Publicado en Diario de Pontevedra 25/02/2012
Obra.:'Triple espacio con sombra negra'

martes, 21 de febreiro de 2012

El valor de una generación

Son dos nombres surgidos de la Facultade de Belas Artes, miembros de una generación ya mítica del último arte gallego. Participantes por primera vez de una enseñanza artística universitaria en nuestra ciudad, convirtiéndose en un semillero de artistas que han redimensionado nuestro paisaje creativo , expandiéndolo hacia el exterior. Pocos ejemplos son tan acertados para dar inicio a una secuencia de exposiciones que rinda homenaje a aquellos ‘pioneros’, como los de Rut Massó y Salvador Cidrás.  La Sala-X levanta acta de ese tiempo transcurrido.


En noviembre de 1990 comenzaba una de las historias culturales más atractivas de la Pontevedra de las últimas décadas. En el mes de noviembre de ese año en la Facultade de Belas Artes -todavía lejos de su ubicación actual- se impartía la primera clase de esa carrera artística. A partir de ahí, generaciones y generaciones de artistas han salido de sus aulas para, con mayor o menor fortuna, posicionarse en el siempre complejo mundo del arte. Dos de ellos, pertenecientes a la primera promoción salida de aquella incipiente Facultad, Rut Massó y Salvador Cidrás, retornan a su centro de estudios a través de una exposición en la Sala-X para mostrar el valor de aquella generación, el compromiso del artista con su obra y el proceso evolutivo que se produce siempre en el trabajo de cada creador.
Esa generación, referente ya no solo en el recorrido de la Facultad sino del propio arte gallego, tuvo la visualización del futuro que se aproximaba con una exposición ya emblemática en los últimos tiempos artísticos en Galicia: ‘Novos Camiñantes’, llevada a cabo en 1999 en el Pazo da Cultura de Pontevedra bajo el premonitorio comisariado de Miguel Fernández-Cid. Allí un listado de nombres se revelaban como realidad y como la consolidación del nuevo sistema de representación artística que sacudía nuestra realidad de una manera tal que no se veía desde los planteamientos de Atlántica en los años ochenta.
Estaba en aquella cita Salvador Cidrás, no así Rut Massó, pero ambos, con independencia de aquella cita, fueron creando su propio camino, su discurrir por un territorio minado en el que han sabido responder desde la intuición propia y la formación que los distingue como generación de camadas anteriores.
Y el tiempo fue pasando y nos encontramos en esta muestra como ambos reflejan ese fluir temporal, profesional y personal en ‘Tránsitos’, una convocatoria que espera reunir en la Sala-X de manera seriada a algunos de esos nombres consolidados y de los que profesores y Universidad se enorgullecen. Un par de décadas después, ambos volvieron, no solo como un hecho personal de dos carreras que se volvían a encontrar tras las aulas y todo lo que hay fuera de ellas, sino como reflejo de un estado. De toda una generación que ha nutrido nuestro imaginario de una manera vigorosa y como nunca antes había sucedido. Curiosamente, el día de la inauguración de esta muestra, aquel comisario que en 1999 se fijó en muchos de ellos, Miguel Fernández-Cid, también estaba presente, reconociendo un discurso fértil y poderoso basado en la búsqueda de la identidad del ser humano. Rut Massó desde la evocación de la pintura, el paisaje y el retrato y un planteamiento espacial meditado de sus obras, mientras, Salvador Cidrás, también muestra su preocupación por la intervención en el espacio creando un túnel de acceso donde se citan las imágenes desde las que ha reflexionado en los últimos años sobre esa identidad. Y es que el tiempo no ha pasado en vano.



Publicado en Diario de Pontevedra 19/02/2012
Fotografías de Alba Sotelo

luns, 20 de febreiro de 2012

El olor de la civilización

Pocos relatos han suscitado un debate más amplio, sobre todo en el mundo educativo sobre la posibilidad de la sociedad para regenerar a un niño que ha crecido en un medio salvaje, sin contacto con el ser humano. Al respecto se han elaborado las más diversas teorías educativas pero también en lo artístico este hecho real, sucedido en la Francia de inicios del siglo XIX, ha propiciado la creación de hermosas piezas, desde la película ‘El pequeño salvaje’ de François Truffaut hasta el reciente libro a cargo del escritor T.C. Boyle editado por Impedimenta.



“Vio confusión, escuchó el caos, y lo que olía era más fétido que cualquier otra cosa que hubiera olido en todos sus años de vagabundeo por el campo y los bosques de Aveyron. Un hedor concentrado, penetrante: el olor de la civilización”. De esta manera tan poderosa remata uno de los capítulos en que el escritor norteamericano T.C. Boyle divide su último libro ‘El pequeño salvaje’, editado en nuestro país por la Editorial Impedimenta. Profesor en la Universidad del Sur de California y especializado en la literatura del siglo XIX no es de extrañar la fascinación del autor por un relato que como pocos incide en el alma del ser humano y la capacidad de la sociedad para la regeneración del individuo y su posibilidad de desarrollo dentro del ecosistema social.
La historia es bien conocida, ya que a partir de este hecho auténtico, sucedido en la Francia postrevolucionaria, se han ido consolidando numerosas teorías educativas sobre la capacidad del hombre ‘moderno’ para restaurar ‘las buenas costumbres’ en alguien al que la vida había conducido a un camino de degradación. Así sucedió con ‘El pequeño salvaje’ donde se cuentan los hechos que pasaron del temor a un niño salvaje y embrutecido, a la fascinación de toda Francia hacia este caso y las posibilidades que la ciencia ofrecía para que ese niño dejase de ser una especie de atracción de feria y se comportase como una persona ordinaria.

En la naración, T.C. Boyle se muestra como un magnífico escritor al conducirnos de manera lineal por el relato de una forma firme, que en numerosos momentos se cuestiona hacia donde se conducía la sociedad de una Francia, entendida en aquellos momentos de la Ilustración como un reflejo del progreso humano y social, preocupada por el papel de la educación. Y es que todo se define en virtud a la dicotomía de las tesis de Locke- “¿nacía el hombre como una tábula rasa, inculto y sin ideas, listo para que la sociedad escribiera en él sus normas, susceptible de ser educado, mejorable?” y las de Rousseau- “¿O, por el contrario, era la sociedad una influencia corruptora, como suponía Rousseau, antes bien que la base fundamental de todas las cosas, buenas y malas?”
Entre esas dos ideas se mueve todo el relato planteado por su autor y cómo el trabajo del profesor Itard, entregado durante años a la empresa de educar a ese niño salvaje transcurre entre escasos avances y un futuro lleno de sombras.
El final, sombrío y áspero, no deja lugar a dudas, solo ciertas conductas asociadas a la emotividad, los sentimientos o la rebelión ante lo injusto, fueron jalonando de leves expectativas un capítulo que mantuvo en ascuas a toda Francia y a una comunidad científica con unos medios pertenecientes a otra época, pero que se verían renovados por las experiencias del profesor Itard con la amenaza siempre presente de la Iglesia y su escasa confianza en el hombre, cuando debería ser precisamente lo contrario.
T. C. Boyle en las 121 páginas de las que se compone este libro tiene espacio más que suficiente para retratar a toda una Francia en el trascendental proceso revolucionario y la superación del Antiguo Régimen, reflejado en ese niño surgido de la oscuridad de un bosque y al que la sociedad concede una oportunidad. El autor realiza un retrato perfectamente ajustado al relato original, a una historia que quizás hasta hoy nunca ha estado escrita de una manera tan directa y veraz, en la que no sobra nada y todo fluye en una misma dirección, la centrada en el ser humano y en la que se rompe esa fragilidad con espacios para la reflexión, normalmente fijados en la transición de un capítulo a otro, como si en ese blanco se contuviese un rincón para nuestra participación, para la emoción que en ocasiones te permite comprender las reacciones de quien estaba abocado a una muerte en estado salvaje, pero al que esta sociedad, con todas sus taras, se empeñó en reconducir y en cierto modo lo logró. “Tenía cuarenta años cuando murió”.
No es de extrañar que esta editorial recibiera en el año 2008 el Premio a la Mejor Labor Editorial Cultural. Por un lado la escogida selección de títulos, muchas veces olvidados por las editoriales más tradicionales, y por otro por la cuidada edición que realiza de cada una de sus obras. Un esmero dignificador del libro y en consecuencia del lector que descubre como nuestra literatura está plagada de placeres ocultos a los que solo iniciativas como esta permite salir a la luz y acercarse a los lectores.
Con T.C. Boyle nos encontramos la apuesta por un magnífico escritor, no siempre bien conocido en España y todo ello a través de uno de los grandes relatos que configuran la identidad cultural en Europa. La historia del niño salvaje.
Un relato tan especial como éste, con todo lo que comporta en relación con el aprendizaje y su vinculación a la propia historia de Francia no podía quedar al margen del mundo del cine y menos aún alejado de un director tan sensible con estos temas como François Truffaut quién en 1969 llevó a la pantalla ‘El pequeño salvaje’. Una emocionante película que traslada a la pantalla todo ese universo que muchos escritores plasmaron con anterioridad y que permitía al director francés aproximarse al tema de la educación en el ser humano y su formación, elementos habituales de un cine siempre comprometido con el hombre y sus posibilidades. No es de extrañar que él mismo fuese el intérprete del papel del profesor Itard, abordando la educación del ‘salvaje’, algo muy similar a lo que pretendió con su cine lleno de enseñanzas para el espectador.


Publicado en Diario de Pontevedra 19/02/2012
Fotografía 'El pequeño salvaje' (F. Truffaut, 1969)

Desierto

Con cada vez más arenas en la boca continuamos la travesía del desierto en que se ha convertido esta crisis. Crujen nuestros dientes bajo los vientos de la economía que nos llegan de una Europa que se inmola aniquilando su glorioso pasado con el vil ahogo al que se somete al pueblo griego, bajo el impasible pisotón germano y el cómplice silencio de los que no se mueven por si no salen en la foto. Entre el siroco se continúan oyendo las voces de los que no creen en las soluciones que aplican los jefes de las tribus. Paul Krugman hace años que niega que la austeridad sea la receta, que la retirada de dinero circulante sea lo más adecuado para abandonar el desierto, o que los despidos, la bajada de salarios o los recortes públicos sean el maná. Hoy lo vuelve a afirmar cuando se habla de que estamos a punto de entrar en recesión y ¿por qué? Por la bajada en el consumo. Resecos los ‘brotes verdes’ socialistas ahora son los ‘rayos de esperanza’ de Feijóo los que pretenden animarnos, los que simulan eufemísticamente un oasis donde refugiarnos. Y es que el eufemismo del político en la crisis es como el espejismo en el desierto, un señuelo en el incómodo hábitat, la ilusión de lo que puede llegar aunque siempre parezca demasiado lejano. Sedientos y exhaustos ya solo nos resta exprimir la cantimplora, gota a gota, como mártires de un pueblo del que otros han decidido lo que debe durar su destierro moral.

Publicado en Diario de Pontevedra 18/02/2012

luns, 13 de febreiro de 2012

Aqueles outros desembarcos

A 'Noite pirata' que se estreará no Entroido deste ano en Pontevedra encherá a vila dos máis variados tipos de corsarios e bucaneiros, en recordo da figura de Benito Soto, o derradeiro pirata do océano Atlántico. Un desembarco que non será unha novidade na nosa historia festeira, xa que Pontevedra, ao longo século XIX asistiu a troulas semellantes asentadas na loita entre Teucro, o fundador mitolóxico da cidade, e Urquín, fillo do rei Urco que chegaría navegando polo Lérez para visita-la cidade e desfacer así un malentendido. É a orixe do noso Entroido.


"No solo los balcones de las casas, los tejados, la plaza y sus inmediaciones estaban materialmente atestados de gente, sino que también sobre los árboles del parterre encaramados multitud de aldeanos semejaban gigantescos racimos pendientes de las ramas". Deste xeito se falaba en 1876 do ambiente que na praza da Ferrería esperaba de xeito ansioso a chegada do fillo do rei Urco, palabras que se conservan no fondo José Casal do Museo de Pontevedra, dentro dunha publicación realizada naquela data na que o Entroido de Pontevedra ofreceu unha dimensión descoñecida no que se facía en Galicia e achegaba as festas desta vila a outras de connotacións urbanas, cheas de fantasía, intelixencia e imaxinación propias das grandes urbes europeas. Nesa publicación dase conta dos feitos que en febreiro de 1876 se deron nunha Pontevedra que levaba sendo capital provincial dende 1836 e na que se comezaba a instalar un funcionariado que demandaba unha serie de servizos e actividades que completementasen a súa vida diaria. Pontevedra camiñaba cara a converterse nunha vila moderna, con sorprendentes avances técnicos-como foi a chegada da luz en 1889- e cunha actividade cultural que empezaba a amosar a efervescencia que a caracterizaría ao longo da súa historia. Os acontecementos alí descritos nos falan dunha recepción, dun desembarco que levou a toda a cidade a botarse a rúa para agasallar ao fillo dun monarca de nome Urco. Tras este feito atópa a escusa perfecta para desfacer unha broma que fora demasiado lonxe e no que a pegada dun deses persoeiros incomparables na nosa historia tivo moito que ver. Só uns poucos días antes daquel Entroido correra o rumor de que varios veciños da Moureira viran unha pantasma a carón das súas vivendas salgadas pola proximidade ao mar, un 'monstro' segundo o relato que aínda conservaba na súa memoria un dos nosos cronistas oficiais, Prudencio Landín, pero ao que o investigador José Antonio Durán puxo nome e cara, a do poeta Andrés Muruáis. "Vestido de pieles, con una máscara animal y arrastrando cadenas, recorrió las calles de la ciudad dando lastimeros aullidos. En A Moureira, el barrio de pescadores, identificaron enseguida la aparición: ¡É o Urco! O can do Urco". O imaxinario pontevedrés convertiu entón a esa figura en pouco menos que un demo que tiña atemorizada a gran parte da poboación, polo que foi necesario argallar algo para relaxar o ambiente e esquecer aquela trasnada que tiña moito de moderno, de buscar a integración do mito no devir cotián da cidade. Algo que fascinou posteriormente a nomes tan relevantes das nosas letras como Gonzalo Torrente Ballester (quen coñeceu de primeira man todas estas lendas que longo empregaría ao longo da súa obra). A literatura xogaba nese momento do século XIX a crear todo un conxunto de seres estraños, dende vampiros ata criminais da pelaxe máis variada, e tanto Andrés como o seu irmán Jesús, cunha ampla formación e sempre atentos ao que chegaba de fóra, quixeron integrar ese tipo de relatos co sustrato propio desta terra. A ninguén se lle escapa a aproximación desa figura nocturna a outros relatos como os da Santa Compaña ou o Sacaúntos.
Durante varias xornadas Pontevedra tremía co medo, a xente non quería saír pola noite das súas casas, polo que a proximidade do Entroido foi a escusa perfecta para plantexar unha historia que ocultase aquela trasnada dos irmáns Muruáis.
Montouse daquela unha boa para darlle a 'benvida' á cidade ao fillo de Urco, Urquín, e ao seu séquito, que viñan buscar as cinzas do seu pai, envelenado por Teucro. Un castelo instalado na Ferrería esperaba a chegada das tropas de Urquín convertidas nun longo desfile de carrozas e comparsas, que antes subiron por un Lérez ateigado de xente nas súas marxes. Tras unha longa hora de 'loita', ambos, Teucro e Urquín, firman a paz entre o alboroto dos presentes. A multitude, con coros e músicas, vive tres días de festa ata o mércores de cinza, no que Urquín volta ao seu reino levando as cinzas de seu pai.
Un entroido de moito éxito, inesquecible ata o punto que motivou que os seus creadores e organizadores se achegasen ata a praza do Teucro xunto con catro grandes elefantes de cartón para recibir o recoñecemento dos cidadáns. Naquela organización estamos falando de nomes tan senlleiros na nosa historia como os dos xa referidos irmáns Muruáis, pero tamén os dos escritores e xornalistas Renato Ulloa e Rogelio Lois; o debuxante Ramón Vives ou o músico Prudencio Piñeiro. Todos eles puxeron o seu talento ao servizo dunha feliz idea que derivou naquel inesquecible Entroido, recordado durante moitas décadas na cidade.

Estableceuse así unha referencia no que eran este tipo de celebracións en Galicia, Pontevedra amosaba unha faciana diferente que ademais desembocou nunha forte inversión económica dos veciños na cidade que revertiu nos seus comercios e as grandes vendas que co gallo destes actos se realizaron.
Ese pulo económico foi o que motivou que varios anos máis tarde, en 1888, e por iniciativa dun dos promotores daquela primera edición, Rogelio Lois, se recuperase aquela tola historia "porque además de la ganancia considerable que producen en ocasiones tales, algunas ventas y transacciones que se efectúan en la población, sería esta visitada por innumerables forasteros", nunhas palabras do propio escritor que deixaban ben clara a importancia para o comercio local deste tipo de celebracións colectivas, algo que non se afasta moito do que pensan os nosos dirixentes hoxe en día.
Urquín II| Dende este intre plantexouse un novo episodio daqueles feitos vividos uns anos antes, agora baixo a denominación de 'Urquín II y su corte en Pontevedra'. Atopámonos de novo cunha celebración de catro días de duración e da que nesta ocasión sí que temos imáxenes grazas ao traballo de Zagala, que inmortalizou o enxeño de varios grupos de pontevedreses ataviados para participar da troula dentro de diferentes comparsas: 'Guerreros de Urquín', 'Guerreros de Teucro', 'Cronistas', 'Marineros', 'Astrólogos'. Todas esas imaxes forman parte doutro pequeno libro no que se recolleron as actividades desenvoltas naquela cita, cheo de enxeño e bo humor, no que se recollen sendas cartas entre Urquín e Teucro, un discurso de Rogelio Lois comentando o beneficio que se obtén con este tipo de festexos na cidade e as imaxes das comparsas participantes. Un ano no que o remate ao Entroido tería lugar co Enterro da sardiña que partiría da Sociedade Recreo de Artesanos, para logo levar a cabo as honras fúnebres no Liceo Teatro. De novo, o éxito foi tal que Pontevedra se convertía a finais do século XIX nunha especie de capital do Entroido, un Entroido singular, cunha fonda pegada cultural e que amosaba o espírito dos seus veciños de facer do disfraz un xeito de transgresión social e de poñer en cuestión a realidade, espírito do que hoxe somos debedores todos nós, amosando en cada Entroido o pago desa débeda.




                                                    Publicado en 'Revista' de Diario de Pontevedra 12/02/2012
                                                                Imáxenes Arquivo Gráfico do Museo de Pontevedra

domingo, 12 de febreiro de 2012

Abismo lírico

La muerte de Antoni Tápies (Barcelona, 1923-2012) nos sitúa ante la obra de uno de los creadores más singulares e influyentes de nuestra plástica. Para ello configuró una obra no exenta de complejidad, pero, precisamente de esa condición, es de la que surge un territorio lleno de matices y sumamente atractivo. Un arte sensorial por encima de aquello que se entienda como comprensible, defendido por el artista como un lugar para la regeneración del ser humano. Un poético abismo en el cual refugiarnos ante un mundo no siempre acogedor. 


Cada pieza de Antoni Tàpies se revela ante nosotros como un pozo. Una sima oscura y densa. Un abismo lírico ante el que el espectador no puede resistirse ante la caída en su interior, o mejor dicho, para dejarse atrapar por la fuerza y la contundencia de unas obras que se han ido asentando en nuestro imaginario artístico con una potencia fuera de lo común.
¿De dónde surge esa capacidad de atracción? ¿qué motiva que ese abismo nos engulla? Hablamos desde este momento de lo físico, de la capacidad que el artista posee para suscitar que esa pintura deje de serlo y se conviertea en objeto, un elemento matérico donde todo empieza y todo acaba en la disposición física de los diferentes elementos integrantes de un espacio.
Con el tiempo completamente detenido Antoni Tàpies afronta en cada uno de sus trabajos una nueva dimensión, una trascendencia que hace de esos territorios, en que se tornan sus obras, una superficie de expiación personal. Tàpies definía el arte como una experiencia, algo carente de explicación, dejando todo en manos de la experimentación y el acopio de sensaciones. Es decir lo sensorial por encima de lo conceptual. ¿Cuántos náufragos de la experiencia artística deberían sujetarse a ese madero? Porque el arte no es más que sentir, sentir y sentir. Y donde lo relacionado a lo sentimental debe estar alejado de lo comprensible. Para qué descifrar esas cruces, esos números, sus trazos, las pinceladas negras, las huellas o los rastros del paso del artista... todo son excusas para volcar sobre un soporte ese carácter espiritual del ser humano, porque como todo gran artista, al final de cualquier especulación creativa se halla el ser humano. Frágil, caduco, indefenso y vapuleado por una sociedad que él mismo ha creado pero en la que parece sentirse extraño. Tàpies con su obra reclama ese protagonismo del hombre, ni las dictaduras, ni la ignorancia, ni la opresión, ni el desprecio podrán imponerse a la condición humana. Contra todo eso se enfrenta la pintura y la obra de Tàpies, la misma que con el tiempo se fue convirtiendo en un gran monstruo que gritaba desde el silencio contra una dictadura que no entendía absolutamente nada de lo que pretendía el pintor catalán a través del compromiso con su manera de entender la pintura.
Una vez citado el silencio, éste se muestra como  otra de las grandes aportaciones de su obra. Generado a partir de un hermetismo que se imponía al resto de sus pretensiones, sus obras son compactas, cerradas en sí mismas y en las que el silencio es la mejor ambientación posible, la que permite que nos aproximemos a esa inmanencia pretendida por el artista. Un silencio que nos conduce al carácter poético de su trabajo, al lirismo que singulariza a este pozo abstracto. Silencio y abstracción son las rimas de la poesía, cuando la pintura juega con ellas no deja de convertirse precisamente en poesía. Hay mucho de ese carácter poético en cada una de sus obras, en la reflexión, en la ausencia de lo que sentimos y la presencia de lo que evocamos. Una conjunción de elementos que deja paso a la materia, los fragmentos del naufragio de nuestra especie. Así es cómo se van depositando sobre su superficie elementos de lo más diverso, telas, arpilleras, maderas, metales.... todo es susceptible de formar parte de ese objeto en que se van convirtiendo cada una de sus composiciones. Objetos donde la materia tiene su refugio y es que al fin y al cabo todos somos materia. “En el fondo estamos hechos de tierra...y volvemos a ella”, afirmaba el creador, como escéptica conclusión de la existencia humana. Y es que la propia tierra formó parte en muchas ocasiones de sus trabajos, también los tonos, alejados de histrionismos colorísticos, dejaban paso a los ocres, al negro, una necesidad a la hora de crear, de plantear esa geografía del compromiso. Son parte de esas señales que indican por donde ir, por donde vivir, por donde existir, en muchas ocasiones son necesarias las anotaciones: las cifras, las letras, pequeñas frases, referencias poéticas... más que señales símbolos casi cabalísticos para indagar en lo que somos, una reflexión que las más de las veces llevaba a representar un sentido trágico de la vida donde el dolor se vuelve protagonista.
A nadie le gusta ver aquello que hiere, lo que lastima, pero Antoni Tàpies era capaz de propiciar lo bello desde ese territorio tan arisco y lo hacía con el meditado equilibrio de formas y texturas y todo ello culminado con el barniz eterno que otorga el silencio. Pocas obras en nuestra plástica presentan ya esa condición de eternidad y es que Tàpies sabía que en lo eterno estaba el éxito de su obra, el fin último por el que fue creada, ajena a modas, a corrientes. Ella misma fue moda y corriente.


Publicado en 'Revista' de Diario de Pontevedra 12/02/2012

Sentencias


Sus palabras hicieron retumbar las paredes del Tribunal Supremo, las puñetas de los togados y los corazones de todos aquellos que volvieron la mirada hacia quienes con tanta dignidad y valentía defendían la memoria de los suyos, de los nuestros. Víctimas de una guerra silenciadas durante décadas, voces calladas que nadie ha querido oír. Son las heridas de un país que no quiere ser sanado, seguiremos enfermos pues. Si para algo ha servido el juicio que ha vuelto a sentar al juez Garzón en el banquillo de los acusados (la enfermedad se agrava) es para que todas esas voces se escuchen ante un Tribunal, ante quienes deben impartir justicia y restañar las afrentas de un pasado que muchos tienen que revivir diariamente hasta su muerte. Y es que la justicia ha estado ausente de este país en todo lo relacionado con este tema y a la vista está, que cuando alguien ha intentado aplicarla, ha sido él el reo. En estas jornadas el protagonismo no ha sido ni de jueces estrella, ni de jueces estrellados, ha sido de quienes llevan el dolor por dentro y han sabido sujetarlo en su interior pese al oprobio de la sociedad. Pasados los efectos mediáticos, sus palabras volverán a encerrarse en las reuniones familiares o en las conversaciones con algún historiador o periodista. El gavel sonó y el juicio quedó visto para sentencia. Y es que eso es precisamente lo que nos faltan: sentencias.


Publicado en Diario de Pontevedra 11/02/2012
Fotografía: Rafa Fariña (Un familiar sujeta una imagen de Castor y Ramón, fusilados y enterrados en una fosa en Barro el 15-09-1936, mientras aguarda a que descubran sus restos) 

venres, 10 de febreiro de 2012

Camuflaje

Actúan camuflados bajo el negro de las togas. Amparados bajo la falsa independencia de poderes. Los jueces haciendo política y la política impartiendo justicia, todos cobrando sus deudas. ¿Cuántos jueces no realizan actos inapropiados en el transcurso de sus instrucciones? ¿Cuántos emplean caminos erróneos para dilucidar sus investigaciones? Seguro que más de los que creemos, no nos engañemos. Lo normal es que algún procedimiento corrija esos defectos. Pero aquí todo es distinto. Aquí es Garzón el que está enfrente, el que debe ser ajusticiado y como no, condenado. Con la ley en la mano así debe ser. El problema es haber llegado a un precipicio donde ya no hay vuelta atrás. La justicia es igual para todos, claman, pues a partir de ahora éste no debe ser un caso aislado. ¡Qué desfilen los magistrados! Hoy los delincuentes descansarán mejor... y el juez Varela, y el juez Marchena, y...

luns, 6 de febreiro de 2012

Envueltos por la naturaleza

La Sala Antón Rivas Briones de Vilagarcía de Arousa se abre a la naturaleza propuesta por la artista Lola Solla (Pontevedra, 1959) para acoger a un público que, una vez en ese interior, descubrirá la posibilidad del artista y del arte para trasladar la naturaleza de un ámbito externo a un recinto cerrado. Una mímesis que convierte el trabajo del hombre en una experiencia donde sentir y palpar la potencialidad del ámbito natural y su capacidad para capturar sensaciones, volviéndonos a acoger como la gran madre de todos nosotros.


Parece que las hojas de los árboles se están meciendo levemente por el paso del aire. Pero ¿qué aire?, ¿qué fuerza es la que permite trasladar al visitante que esa naturaleza posee vida propia? Respuestas que se resumen en la labor de una creadora que ha hecho de la naturaleza el andamiaje de su obra. Lejos de una originalidad impostada, Lola Solla aborda con su trabajo el seguir analizando e investigando la capacidad del entorno natural para ser adaptado al ámbito artístico.
Conocíamos ampliamente sus grabados, tan limpios como certeros en la descripción de los matices de la naturaleza. Caricias a una inmensidad que en ellos se resumía en un gesto, un conjunto de trazos o líneas en las cuales se podía recorrer todo un paisaje que se acercaba más a lo sentimental o a la captura íntima de sensaciones que al reflejo especular del medio natural. Pero si de algo nos va a servir esta muestra es para reivindicar a la Lola Solla pintora, a su capacidad para reflejar la naturaleza y para representar no sólo aquello que podemos ver a simple vista, un árbol, sus ramas, o un conjunto de hojas, sino para ser quien de captar aquello invisible pero que es el verdadero valor de la naturaleza, es decir, las luces, los efectos de la meteorología, las brumas, los vientos.... esa mitad invisible sin la que la naturaleza no sería lo que es, lo que le otorga su carácter diferencial entre un espacio geográfico y otro, incluso siendo ambos muy cercanos. Nuestra protagonista acierta al poner el énfasis sobre ese aspecto, rescatando todo un entramado de sensaciones que van brotando de cada uno de los trabajos a medida que pasamos tiempo junto a ellos. Y es que esta exposición no es de las de paso rápido, sino que requiere de calma y sosiego, de ojos bien abiertos, pero también de poner en alerta al resto de nuestros sentidos, al igual que cuando pasamos la palma de la mano sobre una brizna de hierba, cuando oímos crujir una rama bajo nuestros pies o incluso cuando algún olor incide en nuestro olfato. Un cúmulo de referencias que Lola Solla lleva siendo capaz de transmitir desde hace tiempo, pero que, sobre todo desde lo pictórico, nos sorprende por ver refrendado ese compromiso artístico a través de una ejecución formalmente impecable.
Salgan a la naturaleza, sumérjanse en ella, pero si tienen la oportunidad, conozcan esta otra naturaleza. La de Lola Solla.


Publicado en Diario de Pontevedra 5/02/2012

domingo, 5 de febreiro de 2012

El fútbol, pasión y razón

El periodista y escritor Juan Cruz (Puerto de la Cruz, 1948) realiza un viaje al corazón del barcelonismo a través de una serie de entrevistas y encuentros con diferentes personalidades de nuestra sociedad. Escritores, músicos, cineastas, políticos, periodistas o actores decidieron pasar un rato hablando de lo que supone el Barcelona de Pep Guardiola, como resumen de una manera de entender el fútbol distinta a cualquier otra de nuestro país. ‘Viaje al corazón del fútbol’ es, sobre todo, el descubrimiento de lo importante que es el fútbol en nuestras vidas.


Estamos ante un libro impensable hace tan solo unos pocos años. Doscientas cincuenta páginas hablando de fútbol, sin esquemas  tácticos sobre el dibujo de un terreno de juego, vacío de fotografías de las estrellas del momento y ausente de esas interminables estadísticas sobre resultados, alineaciones y los más variopintos datos sobre encuentros futbolísticos. Aquí ‘solo’ hay palabras. Palabras y sentimientos, que se van alternando en un cruce de preguntas y respuestas en torno a un club que como ningún otro en nuestro fútbol representa las bondades de este deporte cuando todo se consigue hacer girar en torno a un balón y a una filosofía de diversión y felicidad. Una especie de recuperación de los ecos de las vanguardias artísticas que vertebraron Europa en los años veinte. Una escuela de la felicidad trasladada a lo futbolístico y que el Barcelona ha sabido enhebrar a partir de la llegada de jugadores insignia al club en diferentes épocas Kubala, Cruyff, Maradona o Messi y que tiene su culmen en esta década con la maduración de los frutos recogidos en La Masía y la adecuación a esa forma de entender el fútbol tan vistosa como descarada y audaz. A la vista de los diferentes encuentros que Juan Cruz, barcelonista por obra de las ondas de radio que le llegaban a sus maravillosas islas de origen desde tierras catalanas de manera más nítida que las madrileñas, ha mantenido con algunos referentes del barcelonismo,  y otros que no lo son, se evidencia el papel que el fútbol puede llegar a tener en nuestras vidas. Acumulador de recuerdos desde la infancia hasta hoy, vínculo imperecedero entre amigos que han tenido en esta forja el nexo inquebrantable que les ha mantenido unidos durante décadas, evocador de sensaciones que, todavía leídas hoy, ponen el vello de punta por el cariño y la importancia con que son rescatadas por sus protagonistas.

Encuentros |Y es que la cartera de ‘clientes’ de Juan Cruz, es tan abrumadora, como la capacidad de trabajo de este hombre, del que raro es el día que uno no se desayuna algún reportaje o entrevista en el periódico ‘El País’, teniendo todavía tiempo para preparar algún que otro libro, como sucede con este ‘Viaje al corazón del fútbol’ editado por Córner. La nómina de comparecientes ante estas páginas es tan diversa como interesante en la mayoría de ellos. Juan Cruz ha intentado y lo ha conseguido, extraer de su propio corazón y de su memoria aquello que les relacionaba con el deporte rey. En primer lugar con el Barça, y en segundo, con diferentes aspectos del planeta fútbol, relacionados con sus pasiones, sus alegrías y desvelos, rivalidades y afinidades, y es que así se construye el imaginario futbolístico de cada uno de nosotros, desde la nostalgia de un campo de fútbol con olor a puro o la compañía de un padre en una fría grada, hasta una derrota tan brutal como lo fue la de la Copa de Europa celebrada en Sevilla ante el Steaua.
Y es que la vida de muchos de los protagonistas de este libro, además de sus fechas íntimas, las que aluden a los acontecimientos más importantes de su existencia, se ve también balizada aquellas en que el fútbol les hizo reír o llorar. Gonzalo Suárez, Manuel Vicent, Juan Marsé, Enrique Vila-Matas, John Carlin, Julio Llamazares, Michael Robinson, Jorge Valdano, Joan Manuel Serrat, Jordi Soler, Ana María Moix, Cayetana Guillén Cuervo, Juan Cueto, Baltasar Garzón, José Luis Rodríguez Zapatero o Carmén Chacón, son el sustento físico de este recorrido por todas esas geografías sentimentales que desembocan en la realidad de hoy, y que es la gran motivación a la hora de construir este libro, como es significar la conquista futbolística de Pep Guardiola a partir de un argumento clave en el fútbol, y ya referenciado anteriormente, el balón. Ese al que tantos ignoran y desprecian sin darse cuenta de que es él, desde su sencillez, el verdadero protagonista de lo futbolístico. Pep Guardiola consagró todo un proceso evolutivo instalado en Can Barça tiempo atrás, pero que no había imbricado de manera contundente todos sus componentes. La figura emblemática de Pep Guardiola, no solo en lo deportivo, también en lo personal y en la proyección de una imagen representativa de su club, se ha evidenciado como el engrudo necesario para dar sentido a un esquema de juego madurado desde las experiencias de sucesivos entrenadores y aquilatado por la mejor generación del fútbol español. Hablar de Messi, Xavi, Iniesta, Pedro, Puyol, Valdés, Piqué o Busquets es hablar del triunfo no solo del fútbol, sino de una manera de entender la vida. Algo que lleva a un periodista y escritor a preguntarse qué hay detrás de todo ese gran telón de vanidades que representa un club tan gigantesco, buscando las repuestas en personas a las que no avergüenza hablar de fútbol. Algo, que como la propia creación de un libro sobre este deporte, sería inimaginable hace poco tiempo. Pero es que el discurso futbolístico también ha madurado, y en gran parte por discursos como los aquí recogidos.


Publicado en Diario de Pontevedra 5/02/2012

Lisa


En pañales se queda la reciente disputa entre los directores de El Prado y el Reina Sofía sobre el Guernica y el deseo de Picasso de que el lienzo se hubiese instalado en el primero. Es lo que tiene ponerse a revisar el fondo de armario de la mejor pinacoteca del mundo, que uno empieza a mover Rubens y Tizianos y de pronto se saca de la manga una Monna Lisa, eso sí, menos cargada de ‘sfumato’ -que viene a ser lo mismo que un gol de Messi sin tres o cuatro gambeteos previos- y con cejas -lo que le confiere un detalle femenino que se agradece y hace olvidar definitivamente aquel histrionismo del bigote duchampiano- pero similar a efectos turísticos y de merchandising. Años lleva El Prado en silencio trabajando en su restauración, un silencio que impresiona en esta época de confidencias al peso, pero es que la gente que restaura es gente seria y callada, que se pasa días y días eliminando capas de suciedad y cuando levantan la cabeza se les ha pasado un año, o dos, y ante sí tienen una Gioconda. Mientras, en el Louvre, no duden de que a estas horas se está creando una comisión de expertos para deslegitimar el descubrimiento español y es que eso de ponerse a compartir japoneses en tiempos de crisis no se va a quedar así, toca ponerse a buscar un buen Velázquez, y es que al ritmo en que últimamente éstos aparecen sus sótanos deben estar atiborrados de huevos fritos sevillanos.


Publicado en Diario de Pontevedra 4/01/2012 

mércores, 1 de febreiro de 2012

El papel del arte, el arte del papel

Clara Salamanca y Ana Ferrer nos descubren su forma de entender el arte mediante su primera exposición. Un acto iniciático con obligados puntos débiles, pero también con la ilusión y la alegría de un largo camino por recorrer. La Sala de exposiciones de la Escuela de Restauración, con acceso por la Facultade de Belas Artes, es el lugar donde el papel se convierte en el eje artístico de estas dos jóvenes que incluyen un elemento clásico en el mundo del arte y el pensamiento, el paso del tiempo. Desde ambos conceptos crean su futuro artístico.


Tic-tac, tic-tac, tic-tac... el paso del tiempo se sucede y dentro de él se juegan nuestras vidas. Definir su territorio y su impronta en nuestras vidas aparecen como la primera preocupación de estas dos jóvenes artistas en el que es su debut artístico. El tiempo como ejecutor de nuestra experiencia y el condicionante de muchas de nuestras actuaciones. Fugaz y endeble, su paso son arrugas en nuestra piel, en ocasiones en nuestra alma. Piel y alma desde las que Clara Salamanca y Ana Ferrer conciben su arte hecho en papel, también material propicio para esas arrugas de la vida, para metaforizar esa ligereza del fluir temporal. Tic-tac, tic-tac, tic-tac... desprestigiado por su uso cotidiano, por ser el soporte efímero de un apunte o una nota, el papel se carga aquí de responsablidad y muestra su potencial como sustento de lo artístico, como material para la creación y también, y no menos importante, como parte integrante de ese discurso donde el tiempo juega su ‘papel’.

Sintonía | Todo este collage, de pequeñas piezas son como guiños a ese devenir cronológico. Diferentes tipos de papel, variadas texturas, colores, formatos... todo ello tiene cabida para alimentar el deseo de ambas creadoras, que trabajan a la limón  y en perfecta sintonía, lo que le otorga a la muestra una cohexión que se agradece por parte del visitante.
Sobre el papel cada una de ellas se sirven de sus armas: el dibujo, el grabado o la integración de diferentes elementos como cartones o alfileres, para crear y sugerir todas estas pequeñas geografías del alma. Rastros de un paso de un instante recogido ya para la eternidad desde su sensiblidad creativa, y es dentro de cada uno de esos pequeños marcos donde ambas se la juegan, sabedoras de la importancia de crear un equilibrio formal sobre la superficie de trabajo, con independencia del tamaño de la misma.
Conjugar forma, color y línea es generar un territorio de experimentación en donde debe surgir el verdadero artista, el que busca su modo de expresión a partir de lo visual. Y lo cierto es que es en cada uno de esos trabajos donde ambas ofrecen lo mejor de si mismas, donde se reconoce lo que puede ser el futuro a base de la maduración del lenguaje y la acumulación de horas de taller frente al desafío de la obra. Un desafío del que todavía cabe esperar mucho a partir de ese carácter sutil de sus obras, un tratamiento delicado que tiene algo de orfebrería al ir encajando pequeñas piezas, pero ante las que una vez uno se detiene ante ellas ofrecen mucho más de lo que puede parecer tras echar un primer vistazo al conjunto de la exposición.
Clara Salamanca y Ana Ferrer salen airosas de esta contienda entre el tiempo y el papel, entre lo pretendido y lo finalmente alcanzado, con los inevitables ‘pecados de juventud’, más apreciables en la organización del conjunto de la muestra, que en el propio trabajo de cada una de ellas, que nos ofrece como ambas pueden tener un interesante y prometedor futuro dentro de lo artístico.
A buen seguro este bautismo habrá servido para calmar nervios y conocer una parte nueva de lo que es ser artista, esa parte final del proceso que es el presentarse ante el público, así como plantear un trabajo para ser mostrado al exterior, alejado del protector estudio y su intimidad, y todo ello mientras el tiempo pasa convertido en papel. Tic-tac, tic-tac, tic-tac...


Publicado en Diario de Pontevedra 26/01/2012